Reconociendo mi ardoroso maniqueísmo, pero también mi ancestral olfato para detectar la impostura y la gilipollez, reduzco mi concepto sobre los seres humanos (nunca he tenido animales de compañía) a algo tan elemental como a que las personas me las creo o no me las creo. Son de verdad o de mentira. Los primeros pueden estar llenos de defectos, pero son reales. Los segundos siempre son impostores, aunque lógicamente existan entre ellos los listos y los tontos. En la barbaridad de Valencia, vi a un fulano embarrado al que me creí. Es rey, hijo de un manguis espectacular, arropado y consentido por el Estado, por el poder que él representaba, por el ignominioso mirar hacia otro lado.