En anteriores ocasiones os he hablado sobre Auschwitz, sobre una visita que me sobrecogió mucho antes de posar mi curiosidad sobre sus lápidas de rencor. Los nubarrones avanzan deprisa y, a ciencia cierta, uno no sabe cuándo ese oscurantismo va a mermar en su afán por aniquilar todo lo que encuentre a su paso. Escuchar a la guía enumerar, entre susurros, las torturas a las que fueron expuestos los prisioneros en el Holocausto Judío no es fácil de digerir, como no lo es tampoco ver in situ las pruebas de los crímenes allá acaecidos.
En el campo de concentración había prisioneros de todas las nacionalidades, hacinados como sacos de huesos y exprimidos hasta sacar de ellos cualquier atisbo de energía. No obstante, dentro de ese ejército de almas irrisorias, había clases, obreros de la supervivencia que hacían todo lo posible por aguantar, al menos, hasta ver un nuevo amanecer. Era lo único que les mantenía unidos al reino de los vivos, y ese aliento de esperanza era demasiado preciado como para no agarrarse a él como una lapa.
Los presos eran esclavos con fecha de caducidad, apilados en una cárcel que, a su vez, escondía otra cárcel bajo su refajo. Auschwitz, para quien no lo sepa, era una instalación camuflada de cebolla, demostrando a propios y extraños que, tras quitarle una capa de dolor al condenado, se accedía a otro forro de mayor congoja.
Si el recluso hacía algo fuera de lo permitido, pero no tan grave como para acabar con su sufrimiento de un balazo, porque la munición era un bien muy preciado, entonces era trasladado a un zulo al que prefería no adentrarse ni en sus peores pesadillas.
La zozobra se abría camino en un angosto pasillo marcado a fuego por sus ventanas, puertas de madera esposadas con metálicas visagras. Allí arrinconaban a los “culpables”, hasta pedir clemencia, hasta morir de frío, locura o desnutrición. Filas de turistas nos agolpamos en su pasado, como nazarenos, vigilados por nuestros propios murmullos de culpabilidad, escuchando los aullidos mudos de unas paredes que quieren abrazarse para ocultar el sufrimiento que fueron obligadas a contemplar durante años.
La última parada parece haberse extraviado de un museo de tortura, como si no fuera suficiente castigo abandonarte a la muerte, como si tu vida tuviera menor valor que la de un deceso digno. Los barrotes de acero le tapan los ojos al sol, para evitar que los torturados fueran el foco de atención, para privarles de esa luz necesaria para encontrar la salida a ese túnel desolado y escapar así de los asesinos humanitarios.
Nuestros ojos verán sesgada la realidad, con la cárcel agrietada precisamente para entender que los presos entraban arrastrándose y debían permanecer de pie junto a otros reclusos, hasta tres o cuatro personas, contra los que se apoyaban para no caer al vacío. Lo hacían hasta que las rodillas de alguno cedieran y chocaran de bruces contra una pila de heces, ratas, oscuridad y olvido. Veinticuatro horas en penumbra, sin agua, de pie; cuarenta y ocho horas, sin alimentos, con compañeros de diferente país elegidos a dedo para evitar la comunicación; setenta y dos horas, empapados de humedad, con apenas un camisón para combatir el frío invierno.
La cárcel dentro de la cárcel era imaginaria. Todos oían hablar de ella pero nadie volvía a las filas de esclavitud para poder contarlo.
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