Cuando Caamaño llegó había plan para aniquilar a Balaguer

Faltaban ocho días para el asesinato del Presidente, según los cálculos que habían hecho los servicios de inteligencia del Gobierno.

La fecha exacta sería el 10 de febrero de 1973, que caía sábado, y el magnicidio lo iban a perpetrar militares con fácil acceso al Presidente. Planeaban romperle el pecho a tiros, para que no pudiera perpetuarse en el poder, como había ocurrido con el dictador Trujillo, doce años antes.

Detrás de la trama estarían un alto rango de las Fuerzas Armadas y los que entonces eran los principales líderes de la oposición, entre ellos uno de los pocos conjurados sobrevivientes del atentado contra Trujillo, de acuerdo con las pistas que poseían los organismos de seguridad, ciertas o no.

El propio Presidente estaba enterado del complot o, al menos, de las sospechas que se tenían sobre éste y en cuáles pasos andaban sus contrarios; sin embargo, nada extraordinario sugería o indicaba a los dominicanos que alrededor del Presidente se establecían medidas especiales de protección, bien en Palacio o en su residencia o a nivel del cuerpo de escoltas; ni siquiera soplaba el rumor de conspiración o de crisis en los cuarteles ni nada anormal perturbaba el ritmo de la vida del país en esos momentos.

Tanto es así que al anochecer del viernes 2 de febrero, es decir, ocho días antes del supuesto atentado, un comando guerrillero pudo desembarcar subrepticiamente en la costa Sur del país y alcanzar las montañas de la cordillera Central en cuatro días de difíciles caminatas, sin que nada se lo impidiese.

Los organismos de inteligencia, y esto lo supieron los dominicanos cinco días más adelante por boca del propio Presidente, sospechaban que algunos importantes líderes políticos, especialmente aquellos que por esos días se reunían en la trama para organizar un frente que impediría la reelección del Presidente en 1974, estaban comprometidos a altos oficiales militares.

En el armado del rompecabezas, aparecían informes de reuniones secretas (las más recientes el 8 y el 20 de enero de 1973) en las que se hablaba de arrestar y matar al Presidente, pero a ciencia cierta no se tenían identificados a los hombres de la acción directa que lo perpetrarían.

Por lógica deducción, tendrían que intervenir militares y oficiales de las Fuerzas Armadas con capacidad de acceso al Presidente. Esto solo podían saberlo, si de veras habían llegado tan lejos en sus planes, aquellos civiles que, en la más absoluta confidencialidad, habrían estado dando forma a la operación “Águila Feliz” con ayuda de un militar de alto rango a quien en los códigos de los complotados se le llamaba “Martín”.

“Águila Feliz” era el nombre poético en clave de aquella sobrecogedora trama que si al menos fracasaba en eliminar físicamente al Presidente Joaquín Balaguer, procuraría sacarlo del poder a toda costa en algún momento de ese año de 1973, para instaurar de inmediato un nuevo gobierno civil, preferentemente encabezado por el profesor Juan Bosch, el principal líder de la oposición, quien diez años atrás experimentó el sabor amargo de una conspiración casi semejante.

El último de los magnicidios se remontaba a 1961, cuando antiguos leales del dictador Rafael L. Trujillo lo emboscaron una noche cuando iba en su automóvil, solo con el chofer, por la carretera que lleva de Santo Domingo a San Cristóbal y lo cosieron a tiros. De entonces hasta la fecha de los preparativos del “Águila Feliz”, hubo dos golpes de Estado, una insurrección, una revolución, una invasión de tropas militares de Estados Unidos y otros países latinoamericanos y otro fallido complot contra el Presidente. Ajeno al proyecto “Águila Feliz”, pero coincidiendo inesperadamente con su cuenta regresiva, estaba aquel hombre. Con su verdeolivo militar empapado de agua de mar, agazapado en la orilla de la carretera con un fusil listo para disparar.

Serían entonces las 10: 30 de la noche del viernes 2 y aún lucía jadeante por el esfuerzo que acababa de hacer en la operación secreta de desembarco, que resultó un fiasco para él. A ese cansancio había que añadirle el trabajo que tuvo para atravesar, en plena oscuridad, arrastrándose, agachándose y caminando con el lomo inclinado hacia adelante el bosquecillo de almendros, bayahondas, campeche y baitoa que separa la playa de la carretera, buscando una vía de escape hacia la capital. Ahora estaba compelido a reservar las pocas fuerzas que le quedaban para poder sobrevivir al peligro. No podía esperar que la luz del día lo sorprendiera allí o que el Ejército, al saber la noticia de que la zona había sido infiltrada por guerrilleros, lo atrapase en un cerco.

Tendido detrás de unos arbustos hostiles de guazábaras, se mantuvo al acecho de su presa durante más de una hora, esperando que apareciera un vehículo para secuestrarlo a punta de fusil y de coraje. En ese lapso de tiempo su mente se pobló de incertidumbres y su estado de ánimo fluctuaba errático entre la rabia de haber fallado en la misión que se le había asignado y la ilusión de que, al menos, los otros compañeros abandonados durante el extravío pudieran subir a las lomas sin mayores contratiempos. Estaba en conflicto con su conciencia, que parecía martillarlo con el anatema de la traición.

¿Qué pensarían los demás? ¿Que los abandoné en el momento preciso? ¿Por qué me desesperé en la huida, sin intentar encontrarlos? ¿Qué debo de hacer ahora? ¿Contra quién luchar?

A este hombre se le había ordenado que trasladara en un bote de goma desde el yate “Black Jak” hasta la Playa Caracoles, en Azua, a los dos grupos en que se dividía el comando guerrillero que esa noche invadía el país para iniciar una guerra contra el gobierno. Esta guerra no tenía conexión con el plan “Águila Feliz”, pero al iniciarse correría paralelo, casi en perfecta sintonía de propósitos con éste.

El hombre solamente pudo cumplir la primera parte de la operación, que consistió en traer al jefe de la expedición y a otros tres guerrilleros a la orilla de la playa, ya que la balsa no aguantaba más peso del que sumaban los guerrilleros con sus repletas mochilas. Cuando le tocó devolverse para procurar a los otros cuatro que le esperaban en el motovelero, él perdió el rumbo y jamás pudo restablecer el contacto con ellos. Y para desgracia suya y de todos, ya que se trataba de un desembarco secreto, ninguno podía recurrir ni a pitos ni a luces de focos para ubicarse, por el riesgo de ser descubiertos por los soldados que estaban  en un cuartelillo situado en las cercanías. Solo cuando una ola le dio un gran empujón a su balsa, haciéndola encallar en las arenas de la playa, pudo caer en la cuenta que había retornado a la orilla, tal vez muy lejos del lugar en el que había dejado a la tropa de avanzada.

Extracto del libro “Bosch, noventa días de clandestinidad”, escrito por Miguel Franjul en 1998.

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