John Banville: «He visto a escritores jóvenes destruidos por el dinero»

John Banville (Wexford, 1945) se sienta en el sofá y dice: «Ya sabes lo que quiero». Es un hombre al que le gusta el misterio, porque sabe que desvelado el truco se acabó la fiesta: por eso hay que escribir, hay que inventar. Por eso juega al despiste y coquetea con la retirada. ¿Es ‘Las singularidades’ el último libro de John Banville? «Aquí está resumida toda mi obra. Esta es la última novela de este tipo que haré, desde luego. Ya no tengo cinco o seis años para un libro», suelta, como si tal cosa. Y luego bromea con la posibilidad de escribir desde el más allá, tal vez como fantasma. Pero con Benjamin Black, su seudónimo para el género negro, no juega. «Me voy a dedicar a eso los años que me queden», asegura, ya con su copa de vino blanco entre las manos. «El blanco es para el día. Por la noche prefiero el tinto». No iba a ser una fiesta sin alcohol. —Entonces, ¿tenemos que despedirnos ya de John Banville? —Seguiré escribiendo novela negra, que es algo de lo que estoy bastante orgulloso. Empecé a escribir novela negra porque leí a George Simenon. Él es un artista, pero escribió mucho y muy rápido. Él mismo dijo que sus novelas eran borradores de novelas. Pues yo quiero escribir novelas negras terminadas, redondas, elaboradas, densas, realistas. —¿Nunca se ha planteado dejar la escritura? —Bueno, supongo que en algún momento dejaré de escribir. Cuando me dé una embolia y… Dicen que Henry James, cuando estaba en coma, ya muriéndose, aún movía su mano como si estuviera escribiendo sobre una hoja. A lo mejor yo acabo así en mi lecho de muerte. Y entonces escribiré la frase perfecta, pero nadie la leerá. Nunca. —Usted escribe así, ¿no? Frase a frase, guiándose por la música de la prosa. —Escribo frase a frase, e intento que cada frase se acerque a la perfección tanto como sea posible. Yo pienso en frases, no en párrafos. James Joyce, en cambio, era el maestro de los párrafos. Si vemos una de sus páginas es muy bonito: cómo los construye. Y por eso Beckett quería escribir libros sin párrafos, para diferenciarse de Joyce. Pero yo trabajo con las frases. Es algo muy bonito, ¿no? [Y aquí mira al techo, buscando el recuerdo]. Cuando era niño, en el colegio, el profesor nos enseñó cómo descomponer una frase en partes. Y yo me sentía como un científico cuando nos pedía que hiciéramos eso. Fue una revelación. En ese momento me enamoré de las frases. —¿Recuerda el momento en que se descubrió escritor? —Tendría unos doce años. Mi hermana me dio un ejemplar de ‘Dublineses’, de James Joyce, y fue increíble. No era una historia detectivesca, ni una novela del oeste, ni nada parecido a lo que leíamos en el colegio. Era totalmente diferente: él escribía de la vida. Inmediatamente después de leerlo empecé a escribir. Hacía imitaciones horribles de Joyce, pero seguí trabajando en ello. Y ya con dieciocho terminé una historia que se titulaba ‘La fiesta’. No era muy buena, pero cuando la solté y la dejé marchar me di cuenta de que podría ser escritor. Había hecho algo y lo había puesto ahí, en el mundo. —¿Sigue teniendo esa sensación cuando termina una novela? —Sí, siempre. Una vez le preguntaron a un escritor americano por qué habría escrito otra novela. Y dijo: porque no existía. La gente habla de subir montañas porque están ahí, pero las novelas se hacen porque no están ahí. Porque hay un hueco, una ausencia en el mundo. —Ha dedicado seis años a ‘Las singularidades’. ¿Cómo empezó este viaje? —Nunca sé dónde empieza un libro. Simplemente se me presenta como algo continuo. Cuando termino un libro, el siguiente ya empieza a desarrollarse en mi cabeza. A veces pienso que solo he escrito un único libro en mi vida, pero de muchos volúmenes. —Bueno, sus personajes saltan de novela en novela, como si toda su obra sucediera en el mismo universo. De hecho, aquí el protagonista es Freddie Montgomery, un viejo conocido para sus lectores. —Mis personajes son como marionetas. Y cuando termino un libro, vuelvo a poner las marionetas en su caja, la dejo en la buhardilla y ya está. Y a veces pienso, ¡ay, tengo esa caja de marionetas ahí arriba! Y subo, le quito el polvo, saco una de las marionetas y la vuelvo a utilizar. Algunos escritores dicen que los personajes se apropian del libro y que deciden su dirección, pero yo no me lo creo. Para mí los personajes no son más reales que las figuras de nuestros sueños. Aunque estoy totalmente convencido de que los personajes, la gente con la que nos encontramos en nuestros sueños, son realmente versiones de nosotros mismos. Todos mis personajes de alguna manera son versiones de mí mismo. —¿Siempre? —En una de mis novelas negras hay una mujer joven que se llama Phoebe. Y mi agente me dijo un día: creo que me estoy enamorando de ella. Y le dije: no, no, no, que Phoebe soy yo [y ríe]. Entonces tenía ya unos sesenta y pico, pero también era esa mujer que no tenía ni veinte. Yo soy todos mis personajes… Solamente me conozco a mí mismo, y no me conozco demasiado bien. —El protagonista sale de la cárcel y tiene que inventarse una nueva identidad para poder vivir. Ese es uno de los temas recurrentes de su obra, la invención del yo. ¿No se agota esa obsesión? —Es que cada uno de nosotros tiene muchas personalidades. Miramos al mundo e intentamos aparentar que somos un ser unitario y único, pero no es así. Nosotros nos inventamos a cada momento. Por ejemplo. Pensemos en una mujer que está jugando con su hijo. Que luego va a una fiesta, conoce a un hombre y tienen un ‘affair’. ¿Es la misma persona la que juega con sus bebé que la que tiene una relación adúltera? Yo creo que no. Y esto es algo bueno, hace que haya variedad en la vida. —Y la hace más entretenida, ¿no? —Por supuesto, si fuéramos una única cosa seríamos robots. —La última vez que estuvo en Madrid fue al Thyssen a ver a Magritte. Ahora hay una exposición de Lucian Freud. —Pero Freud no me gusta mucho. Sus primeros trabajos encantan. Era muy meticuloso, trabajaba muy despacio. Luego empezó a ir más rápido, y dejó de interesarme, con esas figuras hechas como de carne de cerdo. Pero ahí empezó a hacer dinero. Ese es el problema, cuando empiezas a hacer dinero: el dinero y la fama estropean al artista. Ahí está Picasso, Francis Bacon. —¿La riqueza es perjudicial para el arte? —Digámoslo así: Picasso y Braque trabajaban juntos cuando eran jóvenes, y eran amigos. Y Braque siguió siendo un artista, pero Picasso se convirtió en un personaje público. Si alguien le preguntaba entonces a Braque por Picasso le decía: Pablo solía ser un buen pintor, pero ahora es solamente un genio. Esta es mi postura. Es fácil ser un genio, lo difícil es ser un buen pintor. —¿Ocurre lo mismo con los escritores? —Sí, sí, claro. Joyce se destruyó al convertirse en un genio. Cuando el ‘Ulises’ llegó a América y se convirtió en un best seller fue el final de Joyce… He visto a escritores jóvenes destruidos por el dinero y por las miles de entrevistas en la televisión en las que no paran de repetirles que son unos genios. Pero el arte es duro, es difícil, y antes de considerarte artista tienes que ser un artesano. Lo dice Yates en uno de sus últimos poemas: aprended la artesanía. —En ‘Las singularidades’, lo primero que hace Freddie con su libertad es revisitar los lugares de su infancia. ¿Estamos condenados de por vida a volver una y otra vez a la niñez? —Yo creo que sí. A ver, los niños aparentan ser niños para no avergonzar a los adultos. Pero luego crecemos y seguimos siendo niños que aparentan ser adultos. Yo ahora soy tan infantil como cuando tenía cinco años. Soy igual de egoísta, soy impaciente, no tengo ni idea de lo que estoy haciendo la mayoría de las veces. En el fondo, nunca crecemos. Yo voy a morir como un bebé viejo. —Por cierto, ¿es usted nostálgico? —Por supuesto, todos lo somos. Una de las cosas buenas de ser viejo es que el pasado más antiguo está más vivo que el pasado más reciente. Incluso que el presente. No recuerdo lo que hice hace media hora, pero sí lo que hice hace setenta años. Además, la infancia, sobre todo para un artista, es algo muy importante. Baudelaire dijo que el genio es la infancia recuperada a voluntad. El artista ha de pensar y vivir como un niño. Porque en el fondo la infancia es el momento en el que todo lo que nos encontramos es nuevo. Todo lo que vemos es por primera vez. Y el artista tiene que mantener esa mirada, esa sensación. Aunque ya haya visto todo miles y miles de veces. Yo tengo que escribir sobre las cosas como si las viera por primera vez. Con esa frescura. MÁS INFORMACIÓN noticia Si Fernando Aramburu: «Si algo no acepta o no soporta un totalitario es que hagas mofa de él» noticia Si Amélie Nothomb: «Mi padre salvó la vida de dos mil personas solo con la palabra» noticia Si Luis Mateo Díez: «La nostalgia es un sentimiento endeble» noticia Si Pierre Lemaitre: «Los novelistas inventamos las series de televisión» —¿Le preocupa que su obra perviva después de su muerte? —No sé si me sobrevivirá, pero espero que sí. Aunque es absurdo preocuparse por eso… Al morir un artista su reputación se desmorona. Mozart desapareció durante doscientos años, por ejemplo. Fue Mendelssohn quien rescató del olvido. Y cuarenta años después de la muerte de Henry James nadie leía sus libros. Y luego volvió. Hay modas, gustos, tendencias, política. Y yo no tengo control de todo esto. Lo que puedo hacer es escribir lo mejor que puedo. —¿Confía en el futuro de la literatura? —Yo creo que volveremos a ser una minoría. Habrá menos escritores, menos pintores, menos compositores, pero eso será bueno. Ahora mismo ya se habla mucho, el mundo está lleno de gente hablando, es una conversación interminable. Pero muy pocos tenemos algo que merezca la pena decir. Además, el mundo es algo cíclico. Después de Shakespeare no hubo dramaturgos durante doscientos años en el Reino Unido. Y de repente, con la restauración, con Carlos II ya en el poder, se volvieron a abrir los teatros y se volvieron a escribir obras. La sensación de hoy mañana se olvida. Casi siempre.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

WP Radio
WP Radio
OFFLINE LIVE