Pablo Capitán del Río: «Si no hay tensión, el material no te fascina»

El único andaluz entre los finalistas de esta edición, Pablo Capitán del Río (Granada, 1982) ha decidido emplear materiales salidos de la propia tierra granadina: la magnetita de La Vega, Sierra de Baza y Sierra Nevada y el vidrio de Castril, trabajados junto a la artesana Sara Sorribes . La tensa combinación de ambas materias forma su obra ‘Glauca’. –¿Ser granadino le ha influido al definir este proyecto? Por ejemplo, en la elección de los materiales, algo muy importante en su obra. –Cualquiera puede sentirse cercano a esta ciudad, pero cuando estás muy cerca de ella la tienes tan cerca del ojo que es muy difícil que te impacte algo nuevo. Así que tiré por ahí, por una condición de Granada, que es que está rodeada de forma natural por yacimientos de magnetita. Y La Alhambra hace también de ‘núcleo magnético’ de la propia ciudad, porque la preside; en casi cualquier parte de Granada, La Alhambra te está viendo y tú la estás viendo, así que fija, a nivel de identidad y simbólicamente, la propia ciudad. Y me gustaba esa idea de contraponer esa fijación –esa fuerza que sujeta, que vuelve rígido– y el hecho de que Granada (así como la propia Alhambra) está rodeada de corrientes de agua que fluye, ya estén a la vista o subterráneas. –Esa asociación con el agua le ha llevado a emplear el vidrio como segundo material. Un material con el que ya había trabajado antes. –Sí, pero nunca de forma artesanal. Cuando había trabajado con él había sido en combinatoria con resinas, pero nunca lo había fundido, no había trabajado con un artesano que tuviese esa maquinaria que permite experimentar y llevarlo al límite. –¿Y cómo ha sido esa experiencia de trabajar con una artesana? ¿Qué ha aportado Sara Sorribes? –He tenido mucha suerte, ha sido una persona completamente valiente, porque no es tan fácil que te dejen hacer un experimento que está llevando los materiales al extremo. Hemos manejado un horno de cocción que mide como dos metros, que se cierra y en el que se funden dos planchas de vidrio que se derriten llevando entre ellas el material que se haya metido, en mi caso magnetita. Y no sabíamos que iba a pasar, podría fácilmente haber explotado y se hubiese quedado sin horno. Ella es –creo– artesana de tercera generación, así que sabe muchísimo. Hemos llevado los procesos al límite porque ella, con ese saber hacer, ha llevado la meseta de cocción para derretir esas planchas de vidrio. Hacen falta entre 12 y 24 horas de cocción y luego otras 18 de enfriamiento para que el cristal no se parta. Y en cada tiempo hay que subir o bajar un número de grados paulatinamente y luego mantenerlo. Y ella sabía exactamente cómo hacerlo y salió a la primera todo perfecto. Y son planchas en las que se ve –por cómo está el material– que poco más y no hay obra. –¿El resultado le ha sorprendido? –Hay una parte en la que intuía que podía ser así, pero hasta que no se abre el horno y se ve lo que ha pasado ahí –aunque intento mantener un cierto control sobre los materiales– hay un margen enorme en el que pasa lo que pasa: aquello se derrite, se vuelve líquido, los elementos se expanden… Utilizamos un componente que, cuando se funde, se gasifica directamente, creando unas pompas y unas burbujas que no se pueden controlar. Es imposible repetir esta pieza, no se podría hacer igual, porque el factor del accidente está ahí. –¿Qué le hace llevar los materiales al límite? –Es la forma más interesante de trabajar. Si es una cosa demasiado contenida, se queda en un preciosismo, en un virtuosismo. Tiene que estar, o a punto, o ya fracasando, derrumbándose. Si no, no hay tensión, el material no te fascina. Hay otras formas de trabajar que no necesitan ese tipo de tensiones, pero el arte yo creo que sí.

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