La derecha de los Roper

Vaya por delante que en esta historia a nadie le interesan ni la protección de los derechos de las mujeres, que con tanto desahogo invoca el Gobierno mientras mantiene vigente una ley rebajadora de penas a agresores sexuales, ni la defensa de la vida que propugnan quienes después dicen, con idéntico desahogo, que no saben nada de embarazos y latidos fetales. Se está utilizando el aborto como una mera pirueta instrumental, como un argumento imaginario en el que la cuestión de fondo, para partidarios y detractores, es lo de menos porque lo relevante es la amortización política de sus consecuencias. El error, repetido históricamente en los últimos cuarenta años, es plantear el aborto como una pieza más de un simple armazón ideológico y un andamiaje partidista, como un mero agente disolvente o de fragmentación social, o como un dogma que la izquierda atribuye a la sinrazón de doctrinas religiosas de intransigencia ética. En la esfera política nunca se aborda como lo que en realidad es, un drama de índole moral que sacude cualquier conciencia de modo determinante, incluso entre quienes definen al aborto como un derecho consustancial a la mujer. Un aborto siempre esconde una tragedia personal y un dilema que afecta seriamente a la mujer, lo bendiga o no por convicciones personales, por militancia política, por criterios económicos –los hay, a qué engañarse–, o por cualquier otro argumento con el que uno se convenza de lo que quiera convencerse. La derecha nunca quiere, o puede, aclararse consigo misma. Probablemente porque el aborto no es ningún anagrama político, ningún lema de usar y tirar, y porque abre cismas profundos en las convicciones íntimas. En los matices, la derecha pierde el discurso. El aborto no es mercadotecnia de urna y voto por más que esta consideración ya sea irreversible, o por más que los principios y valores sean cambiantes por oportunismo político. Asumamos que en este magma de confusión la derecha nunca reacciona con acierto, sencillamente porque no sabe cómo reaccionar. Ni se lo prepara. El cálculo es en votos, no en vidas amputadas –debate que lastimosamente se ha dejado caducar–, y su inclinación natural a caer en todas las trampas que la izquierda le tiende desde su ‘superior’ jerarquía moral se ha convertido en una torpe tradición. Entre los Roper, Mildred y George, o Pimpinela, trastean cegatos Vox y el PP, envueltos en un proceso de autoflagelo y destrucción mutua constante que desnaturaliza su pretendido fin último de gobernar y asumir que están abocados a convivir. La militancia inflexible de esa izquierda y sus cañones de disciplina prusiana con el aborto siempre se imponen sobre las dudas fofas y cainitas de la derecha. Si Vox no sabe cómo resituarse tras el golpe electoral en Andalucía, y si el PP desconoce cómo opinar con un criterio unívoco para sus votantes, es problema de ambos. Y si no aciertan a encontrar soluciones y un relato solvente frente a la facilidad con que el Gobierno les carcome la credibilidad como quiere y cuando quiere, deberían inventarlas. Tampoco puede ser tan difícil impedir que el enésimo barullo siempre les sorprenda desprevenidos y sin más réplica que el balbuceo, perdidos en un laberinto de inanidad.

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